19 diciembre 2019

José Luis

El hermano de en medio, el semáforo en ámbar.

Quiso hacer algo bien en la vida, con lo que pudiera destacar, y cuando su único hijo se casó le compró la casa, como él mismo alardeaba. No es que se la hubiera pagado íntegra pero tenía una pequeña fortuna ahorrada, unos 90.000 €, que le regaló a su hijo para ayudar a resolverle la vida. Casi nada, la mitad del valor de la casa. 

José Luis también tenía dos hijas más pequeñas que, cuando se casaron, esperaron lo propio. Él ya no tenía más ahorros pero supo estar a la altura gastando sin mucho reparo en unos fantásticos vestidos de novia, unos jugosos banquetes y sendos viajes de novios a sitios tropicales. Todavía tenía algunas botellas de champán guardadas. Suerte que se casaron con años de diferencia y eso le dio tiempo a recuperarse económicamente.   

Cuando José Luis vino a la consulta la semana pasada no pudo aguantar más y se echó a llorar.

Lleva más de 15 años separado y sus hijos se han distanciado de él, cada vez más. Volvió a encontrar pareja, pero ella es algo más joven y no entiende sus sentimientos. No es alguien con quien le sea fácil abrirse porque, en el fondo, lo que ha vivido con ella ha sido divertido pero a las malas... prefería estar solo. Y así era como se sentía: enteramente solo, mientras lloraba amargamente en mi consulta pensando en el pasado que compartió con esas personas que ya no quisieron acompañarle más.

Su hijo, al que le resolvió la vida, le dio largas la semana pasada cuando le pidió verse porque no quería gastar mucho dinero pero José Luis intuye que no es sincero porque sabe que se ha comprado un coche nuevo hace poco. Sus hijas están ocupadas con los trabajos con los que pagan sus respectivas hipotecas. Todos parecen estar ocupados por Navidad y él soñando desde mi consulta, en pleno día, con ese ridículo momento en que dejó que el dinero llenara el espacio donde iba el amor. ✫

09 diciembre 2019

Melania


(Carita verde)
- Gracias por su valoración, señor.
(Carita roja)
- Qué quieres, yo estaba antes que esa otra mujer y encima no me has conseguido lo que venía buscando. Me llevo esto por llevarme algo.
- Disculpe las molestias, señora.
Melania trabaja, otro año más, en la campaña navideña de unos reconocidos grandes almacenes. Se pasa el día atendiendo a personas que, al pagar en caja, evalúan la calidad de su atención. Es decir, la evalúan a ella. "Es anónimo", le dijeron. Ya. Como si ella no viera desde su posición, al otro lado del mostrador, el color de la carita que marcan sus clientes. 
(Carita verde)
Por mucho que se esfuerce parece que nadie lo ve. Y eso que a veces debe atender requerimientos épicos como el del otro día: sacó a una clienta que se había quedado encerrada accidentalmente en el baño con ayuda de unas tijeras. A otro le había conseguido el último par de guantes de color lila que quedaba en todo el departamento. Ese sí le había puesto carita feliz. 
(Carita naranja
Hoy habían venido 4 buscando ponchos. ¡Ponchos! Una señora buscaba un abanico para una boda el próximo verano. ¿Para el verano? ¿En serio? Le han pedido algún sombrero, boinas, alguna estola y ¡bufandas! eso era lo que más vendía. Nadie era testigo de cómo cada día luchaba heroicamente contra su rinitis alérgica removiendo tejidos de aquí para allá. ¡¡Achús!!
(Carita verde)
Aún así, no le importaba trabajar en ese departamento. Mejor ahí que en la sección de Navidad cargando árboles o en la de juguetes, por supuesto, eso es la guerra. Además, gracias a esta ubicación ya había elegido su regalo estrella para Alba, su pareja, que es enfermera de Pediatría. Con lo divina que es, había decidido que este año le caería un pañuelo de seda. De los que le gustan. Lo había comprado en su propio departamento el día que llegó del almacén: lo envolvió con delicadeza en papel crepé naranja, que era su color favorito, y lo metió en una caja dorada extremadamente fabulosa, que ahora estaba debajo de su árbol de Navidad. Ese era el regalo que tenía preparado para el gran bombazo: resulta que después de 3 años juntas, estaba decidida a proponerle a Alba que fueran mamás. Con lo que le gustan los niños. Y si le decía que sí serían sus mejores Navidades. No sabía qué había que hacer ni cómo era el procedimiento pero todo en ella le decía que era el momento. Si le decía que sí sería increíble. Sería mejor que una de esas caritas verdes.

06 diciembre 2019

Linda Dara

Tan ordenada. Tan meticulosa. Tan "Linda". 
Todavía no se explica cómo pudo pasar. La semana anterior había perdido su posesión más valiosa: un anillo de oro con un delfín. Una horterada antigua, pero valiosa. No sabía cómo, se lo quitó momentáneamente para lavarse las manos en el baño y ahí se le quedó. En su trabajo, como administrativa en el mostrador del Centro de Salud, está constantemente dando la mano a la gente y tocando "cosas". Encima esa semana había ido a un taller de lavado higiénico de manos. Y mira. Va y se le olvida el anillo. 

Por supuesto, cuando se percató de que no lo llevaba en la mano corrió al baño a buscarlo. Por supuesto, no estaba.

Buscó hasta debajo de las piedras. Preguntó a toda persona, mujer, que pudiera haber pasado por ese baño. En teoría era sólo para uso del personal, eso reducía las posibilidades. Las limpiadoras del centro no lo habían visto. Fracaso. Esa semana sólo colocaron en la caja de objetos perdidos un sonajero encontrado en el área de Pediatría y una bufanda gris claro. Ni rastro del anillo. ¿Y si ponía un cartel en el office? Lo de las recompensas suele funcionar. Además, por alguna extraña razón, tenía la clara intuición de que lo iba a encontrar, de que lo tenía más cerca de lo que sabía. Por si sí o por si no, ella rastreaba con los ojos entrecerrados a toda fémina que se acercaba por ese baño.

A estas alturas, una semana más tarde, ya veía delfines por todas partes. Hasta había visto en la teletienda un modelo similar, más lujoso, con un delfín que saltaba sobre una pequeña amatista. Pero su anillo era su historia. O, al menos, la de su madre. Porque eso fue todo cuanto su mamá se trajo de Cuba cuando se marchó. Vino con un billete de ida, un anillo envejecido, con una hija y sin marido. Eso había sido su madre: un delfín que cruzó el charco y acabó al otro lado del océano. Tenía que encontrar ese anillo como sea. 

***

Lo que no recuerda Linda es que el anillo lo había guardado en el bolsillo izquierdo de su rebeca azul, la del Servicio Canario de Salud que se pone en el trabajo los días de frío. Allí la tiene colgada en la percha de su taquilla. Al final de esta semana, seguramente, se la llevará a casa para lavarla como siempre. Espero que ese anillo haga mucho ruido en su lavadora. 😉

Salvador

Antes de acabar el año, y para llevar la contraria al mundo, Salva acababa de apuntarse en un curso de yoga para principiantes muy cerca de su casa. 
Básicamente porque temía que, si esperaba al Año Nuevo, el yoga fuera otro de esos objetivos vacíos en listas llenas de propósitos que al final quedan en nada. Su mayor preocupación era que alguien lo reconociera o que coincidiera en su clase con algún vecino que tuviera la lengua demasiado ligera. Total, el yoga era para mujeres. Y él de mujeres no quería saber nada. Bastante tuvo con el divorcio en 2015. "Un acuerdo redondo", lo calificó su abogado. Y eso que no pudo quedarse ni con el perro. Sus amigos, los pocos que se quedaron a su lado, sintieron lástima y envidia hacia él a la vez: "te ha desgraciado", "vas a ver que de esta se sale", "soltero otra vez, va a ser la mejor época de tu vida", "si yo fuera tú...". Por supuesto él se encargó de celebrarlo, cuando todo estuvo firmado, sin armar mucho escándalo: emborrachándose dignamente un par de veces (por semana) sin acabar vomitando ni detenido. Después, vino aquella época en que lo único que quería era estar en el sillón. Tirado, como un vagabundo, con el mismo pijama, con barba y olor a humanidad, comiendo lo que su santa Madre le llevaba cada semana. 

Ahora había decidido que todo eso pertenecía al pasado. Al igual que esa blusa que su mujer se había dejado olvidada en el fondo del armario. Ex-mujer. Este año que se iba agotando cerraba, por fin, el capítulo de Laura partes 1 y 2 (y 3, y 4). Cuatro años de post-guerra. Pero había sacado la bandera blanca y la estaba ondeando en lo alto.

No sé si fue que el frío le envió más sangre al cerebro o que se acercaba la Navidad lo que le llevó a dar el paso. Lo que importa es que hoy se siente satisfecho con su decisión de haberse apuntado a esta clase de yoga de los martes y sábados. Por qué no. Vio el anuncio en el tablón de corcho que hay en la entrada de su edificio, al lado de la lista de morosos, y algo captó su atención. Por probar algo diferente. "Equilibra tu cuerpo y tu mente, hazlos más fuertes y más flexibles en Yoga. Confía en ti mismo y además ten más diversión en tu vida". Allá vamos. 

Era sábado, su primera clase. Llegó puntual, cruzó la puerta grande al mismo tiempo que un grupillo numeroso. Se descalzó y colocó los zapatos en la estantería blanca que hay a la derecha. Cogió una de las colchonetas negras y buscó algunos metros de suelo libres donde poder extenderla. Varias personas que se marchaban estaban aún despidiéndose de John, el monitor. Él permaneció en el sitio, imitó al resto de la clase y se sentó con las piernas cruzadas, una encima de la otra, expectante. Miró al frente y allí estaba: la presidenta de su comunidad de vecinos, Ana. La divorciada, guapa y graciosa, Ana. La que todo el edificio había elegido por mayoría absoluta como presidenta porque era la más inteligente y encima médico, Ana. Él no valía ni una caja de chicles al lado de ella. Mierda, le había reconocido.
Claro, cómo no, si viven en el mismo edificio. La verdad es que él también la había elegido. Porque, de todo el bloque, era la única que sonreía cada vez que se la cruzaba. Y eso le gustaba, le daba tranquilidad. Ella le estaba sonriendo también, desde su colchoneta, como señal de reconocimiento. 
Bueno, parece que esto del yoga puede resultar interesante...

03 diciembre 2019

Madre e hija

Claudia Tremblay Studio

Paula, 11
Su madre la acercó con el coche hasta el paso de peatones que hay frente al instituto, como de costumbre. Eran las 8 en punto y un grupo grande de jóvenes de su edad cruzaba en ese momento hacia la entrada. Hoy tocaba examen de Biología. Paula se bajó del coche con la mirada perdida y se despidió. Cerró la puerta y esperó en la acera hasta que su madre arrancó el motor y se marchó. Cuando ya no veía su coche aprovechó para quitarse rápidamente las gafas y guardarlas en el bolsillo de la chaqueta. Estúpidas gafas. Prefería ver a medias y tropezarse con las mesas de clase antes de que la llamaran "gafotas" otra vez y tuviera que irse al baño a llorar. Sobre todo delante de aquel chico que la semana pasada había pasado por su lado, casi rozándola, al entrar a la clase de Matemáticas.

Pino, 42
Su hija iba callada esa mañana en el coche, como de costumbre. Estos adolescentes. No puede saber uno lo que están pensando en esas cabecitas. La dejó en el paso de peatones y Paula se despidió con el gruñido típico. Ella se lamentaba por no poder pasar más tiempo con su hija pero nadie sabía lo que era ser madre soltera. Debía trabajar mucho para conservar sus 3 trabajos y poder afrontar así el pago del alquiler, los gastos del mes y el coche. Todo esto pensaba mientras arrancaba, dejando a su hija en la acera en la puerta del instituto. Ah, y a ver si pedía cita al médico para que le mandara algo para dormir porque llevaba una semana sin poder pegar ojo y tenía dolores por todas partes. Eso sí, de lo que estaba realmente orgullosa era de una sola cosa: de haber podido comprar a plazos unas gafas buenas de vista a su hija. A ver si así, y ojalá salía estudiosa la niña, podía llegar a algo en la vida. No como ella. Igual ahora no lo sabía apreciar, pero algún día vería cuánto la quería su madre.

Quedaban 2 semanas para Navidad: esas gafas eran su regalo, adelantado.