Esta semana ha sido un poco más dura que las anteriores. En la consulta de Medicina de Familia algunos casos requieren más tiempo, más llamadas y más trabajo. A veces también necesitamos la intervención de otros profesionales como un trabajador social. Nunca está de más que nos saquen de la medicina de libro y nos devuelvan a la tierra donde habitamos. Ese lugar en el que uno es simplemente... lo que le dejan ser.
Este miércoles por la tarde me encontraba trabajando en mi consulta, como de costumbre. Sobre las 5 de la tarde terminaba el último bloque de citas telefónicas y me dirigía a la puerta para comprobar si tenía algún paciente esperando por mí. Lo intuía porque se oían voces suaves en el pasillo, entretenidas en una conversación trivial seguramente.
Al abrir la puerta para pasar lista me llevé una sorpresa.
Había dos mujeres jóvenes. A una la conocía, a la otra no. Una tenía 18 años, la otra estaría en sus 30. Juraría que no se conocían entre ellas pero eso no era impedimento para entablar una agradable charla durante la espera y encajar algunas risas.
La primera en pasar, por el orden de lista, fue la mayor de ellas. Cuando se sentó en la silla de consulta, su cara cambió y sus ojos risueños dieron paso a un mar de lágrimas a punto de derramarse. No la conocía pero sospechaba que algo no iba bien. Un vistazo breve a la lista de antecedentes personales me dejaba sin pistas: es una chica que no suele acudir a consulta. De todos modos ella enseguida dejó claro el objetivo de su visita: deseaba tener cita con un psicólogo que "le arreglara la cabeza". Su tono de voz pasó de suave a enfadado, luego exigente y por último apocado, mientras exigía que el sistema le ayudara. Nos confesó que era víctima de violencia doméstica (psicológica, física e intuyo que de otro tipo) por parte de su actual pareja, que además es el padre de sus dos hijos, desde hacía años. No tenía a dónde ir. Sin ayuda de padres u otros familiares tampoco se planteaba irse de casa. La solución que ella estaba esperando de nosotros era una terapia para "arreglarla" y que no sufriera cuando su pareja la sometía a todo tipo de maltrato. El único motivo por el que había venido al centro de salud era porque él había desaparecido hacía 5 días de casa, seguramente porque estaría con otra mujer.
Estuve un buen rato con ella aunque no quería hablar mucho. Dejé que las lágrimas se le rebosaran mientras le explicaba qué opciones tenía y qué podía obtener con ellas. Cuando se marchó no me quedó claro qué haría ahora que había dado este paso.
La siguiente paciente era la chica más joven. Su caso ya lo conocía bien. Según me había contado en la consulta anterior, con sus 18 años recién cumplidos había denunciado a su padre por maltrato físico hacia ella y su madre. Ahora él tenía una orden de alejamiento. Es una chica muy madura, buena estudiante, más bien introvertida. Ella no ha gastado ni una de sus lágrimas en la consulta. También acudió en su momento buscando ayuda psicológica para poder afrontar la situación. Era muy estresante para ella saber que su madre había perdonado a su padre, que mantenían contacto telefónico a pesar de la orden de alejamiento y que deseaban volver a estar juntos porque "su madre sin su padre no era nadie", tal como ella misma le había dicho. Tenía pesadillas todas las noches, soñaba con que su padre entraba en casa, y en su habitación, sin permiso. Esa tarde la cité solo para vernos, hablar y corroborar que en casa estaba todo en orden. Que ella estaba en orden.
Conocía ya las herramientas disponibles para las mujeres maltratadas porque ya había tenido que usar esos recursos. Había acudido a un psicólogo. Esa tarde compartió conmigo lo contenta que estaba porque había tenido buenas notas en sus estudios "a pesar de todo".
Cuando abandonó la consulta y cerró la puerta tras de sí tuve que hacer un descanso. Aunque sea unos minutos para poder respirar. Abrí puerta y ventana para que fluyera la corriente y se llevara el aire pesado que se había quedado allí dentro.Me pareció de lo más interesante que estas dos personas tan especiales, fuertes y luchadoras, hubieran acabado sentadas por fuera de mi consulta. Mostrándose, una a la otra, la fachada de protección que había creado, mientras charlaban sobre trivialidades.
Las vi tan frágiles y, a la vez, invencibles.
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