Fuera porque nunca me gustaron en sí las pulseras, porque a las escritoras aficionadas como yo les molesta al escribir o porque los quehaceres de la Medicina lo hacen poco práctico, el asunto es que no estoy acostumbrada a llevar en la muñeca más que el reloj. Y eso que aprecio la joyería. Para muchas
personas simbolizan algo que quieren recordar u olvidar, una promesa
de amor (como la Gran Pi.), otras veces simplemente un mero adorno. Y la mayoría de las veces me parece muy vistoso. Pero en general, no soy partidaria de llevar las manos ocupadas con nada que pueda molestar o -algo muy común- quedar enganchado en la ropa o ¡las medias! ¡Horror!
Hasta que, claro, me regalaron una.
Fue un regalo de
mis hermanas cuando estuvieron en Santiago de Compostela el verano
pasado. Lleva el símbolo del Peregrino, la vieira. Al principio no quería ponérmela; a lo mejor, trabarla en algún estuche o guardarla en algún joyero u olvidarla sin querer queriendo. Pero la ver- dad es que, entre tú y yo, desde el día que me la probé ya no me la quité más. Porque al mirarla me viene a la cabeza ese lugar que me queda por descubrir. Ahí está, en mi mano. Recordándome a cada momento ese asunto pendiente que tengo: mi viaje a Santiago. Dos oportunidades he visto pasar hasta ahora. No pasará una tercera.
Así de fácil es sucumbir, sobre todo cuando el asunto pendiente lo vale.